viernes, junio 19, 2009

UN PUEBLO FATALISTA

El hombre boliviano ha estado siempre malacostumbrado; primero, porque en la medida que la naturaleza ha sido siempre benévola con su (nuestra) tierra, no castigándola con huracanes, tornados, ciclones u otros cataclismos y furias naturales como los terremotos o maremotos que periódicamente sacuden al Japón, Turquía, México, Chile u otras regiones, ese hombre boliviano, al no sufrir esos embates de la indescifrable naturaleza, y con una existencia hasta cierto punto adormecida, ha buscado, arraigado a un pesimismo ancestral de miles de años, males o aflicciones que despierten la lástima –o la piedad- de otros pueblos o territorios. Esta extraña cualidad, ciertamente destructiva, ha llegado –como pregonara un sabio pensador nacional- al extremo de debilitar sin motivo aparente su (nuestro) instinto de conservación y a marchitar aún más su (nuestro) escaso apego a la vida.
Y luego, su (nuestra) vida cotidiana en pleno siglo XXI apunta, insólitamente, hacia una misma dirección, y la queja es un verdadero deporte nacional; una queja continuada por todo y por nada. Los males que le (nos) atañen son irreversibles y nadie los podrá solucionar porque prima en él (en nosotros) un sentimiento de fatalismo que le (nos) provoca una ceguera existencial asfixiante. Cualquier minucia es amplificada. En otras palabras, nada funciona bien, y parecería que ese es el destino inevitable, su (nuestro) destino inevitable. Pero en ese mundo egocéntrico no repara (no reparamos) en que países de la región padecen, o padecieron, desgracias inimaginables, como las guerrillas en Colombia con su secuela de miles de muertos; las atrocidades tan frescas todavía de Sendero Luminoso en el Perú con resultados similares; los pavorosos regímenes militares de hace algunas décadas, como los de Argentina, Chile o Brasil que apagaron innumerables vidas o las hicieron desaparecer.
Hernán Felipe Errázuriz, periodista de El Mercurio de Santiago, nos ilustra que en Chile la cesantía bordea el diez por ciento (tal vez más que aquí); que los niveles de pobreza no exhiben cambios sustanciales (quizás haya más pobreza en Chile que en Bolivia, pero ellos no son fatalistas, son optimistas, y pregonan a diestra y siniestra una ventura que a la hora de la verdad puede llegar a ser sólo un espejismo). Y aseguran que van en tránsito hacia el primer mundo, y el mundo les cree porque proyectan confianza y marchan con pies de plomo. Y al comentar sobre la delincuencia –tema al que aquí se le ha dado un cariz de extrema fatalidad-, Errázuriz advierte que en su país los robos y asaltos alcanzan límites alarmantes, por lo que las cárceles chilenas están ocupadas por casi tres veces la población penal proyectada, ostentando, entre los países latinoamericanos, el mayor número de presos por cada 100.000 habitantes: 252; en tanto que Uruguay, 168; Brasil, 137; Colombia, 130; Perú, 105; Bolivia, 67; y Ecuador, 60.
No seamos entonces tan fatalistas, ni hagamos mala sombra de nuestras vidas. Al fin y al cabo, todo se reduce a una nociva actitud mental que nos corta las alas ya que todos pasan por lo mismo, y muchos de ellos en condiciones extremadamente peores. En ese trance, pues, conviene ir a un saludable encuentro y hacer de todos nosotros un verdadero país unificado en torno a una diversidad tan especial que encuentre su aliento mágico en las razas, costumbres, lenguas, música, arte en general, riquezas naturales, y que tal multiplicidad encumbre a nuestra nación a un sitial de verdadero privilegio, pues, ¿qué sociedad o territorio puede gozar de tantas bendiciones?
Tenemos todo a nuestro favor. Aprovechémoslas. ®

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