miércoles, mayo 09, 2007

CARLOS, CAMILA Y CORNUALLES

El condado de Cornualles (Cornwall) ocupa una parte de la península del mismo nombre y abarca una superficie de aproximadamente 3.500 kilómetros cuadrados y una población de 470.000 habitantes. Se sitúa al extremo sudoccidental de Inglaterra, y desde tiempos inmemoriales lleva el título de “el país del estaño” por la abundante existencia del mineral que dio de comer en toda época a los habitantes de este condado; cuyas costas, recortadas, son bañadas por el Mar Céltico al norte y al oeste y, al sur, por el Canal de la Mancha; para acabar aquellos márgenes por el cabo oeste, en el denominado Land´s End. Las Islas Scilly alcanzan a formar parte también de esta región, que la surten también de una atmósfera singular y delicada.
El grueso del territorio, en especial al este, es un empinado yermo sacudido permanentemente por el viento, cuya elevación va gradualmente cortándose hacia el oeste. A pesar de la modesta altitud de sus graníticas colinas, su pigmentación, muy diferente al colorido que lucen las aguas, le da a esos altozanos un toque inspirador y relajante, como al monte Brown Willy, que se alza a una altura de 419 metros. El condado, espléndido, goza de un clima templado y húmedo y hacia el sur presume de una extensa y fértil vegetación, cuyo río que lo atraviesa hasta desembocar en el Canal de la Mancha, el Exe, se desliza manso en época de estío y, en invierno, áspero y copioso.Próspera en monumentos prehistóricos de piedra, se conservan en la región, con extremo cuidado, dos de ellos de gran renombre: la llamada “piedra del agujero”, o Men-an-Told, antiquísima especie de talayote de más de 3.000 años de existencia, y el Dolmen de Lanyon. Como todo territorio rico en lugares, monumentos, naturaleza viva, museos, costumbres y gentes, Cornualles es un lugar de encuentro de peregrinos en pos de aventuras sosegadas y fascinantes; y más todavía cuando uno se imbuye de su historia tan singular como aquella que relata la penetración del cristianismo por los celtas irlandeses y galeses en el siglo V; o que la región haya sido la última zona de Inglaterra en ser capturada por los sajones en el siglo XI. O, en fin, que en 1497, ante la protesta del pueblo por la desmedida elevación de los impuestos originada en las constantes campañas bélicas, se hubiera desatado la sangrienta Revolución Córnica, dando lugar al acrecentamiento muy paulatino y silencioso de una renovadora concepción de fe que acabó en el siglo XVIII con la confesión de la religión oficial: la metodista. Truro es la capital administrativa, aunque hay otras ciudades importantes como Falmouth, Redruth, Camborne, Newquay, St. Ives, Penzance, St. Austell, Bodmin, Torpoint, Saltash y Tintagel.
Esta última es una península unida a tierra durante las bajamares, y ahí se encuentra el afamado Castillo de Tintagel, escenario de varias contiendas en las que tomaron parte los guerreros de Cornualles. Como consecuencia de esta reseña, se han tejido leyendas varias como aquella que cuenta que en ese lugar nació el Rey Arturo; creencia defendida a todo trance por el historiador galés Geoffrey de Montmouth, quien recogió viejas tradiciones orales para incorporarlas a su Historia de los Reyes de Bretaña. El cornish, córnico o cornuallés se habló hasta finales del siglo XVIII (en Mousehole vivió el último nativo que lo habló), para luego sumarse Cornualles oficialmente a la lengua de la Corona: el inglés. Sus símbolos, empero, son exclusivos de la península como el Himno, llamado Canción del Hombre del Oeste, y la bandera albinegra, en alusión a San Pirán, patrono de los mineros. Cuenta con no poco predicamento la Asociación de Bardos, así como el Castillo medieval de St. Michael, construido por los mismos monjes bretones que edificaron el del Mont Saint Michel en Francia. El Castillo de St. Michael se encuentra en una isla, y desde allí los romanos embarcaban el estaño rumbo a Roma. Durante la primavera, en mayo, se festeja el Día de Cornualles, conocido como el Día de la Feria y de la Flora, como un tributo a Tristán, el caballero cuyos restos se hallan sepultados en esos dominios, y que protagonizara el legendario romance con Isolda, germinando así una florida lírica medieval que enlaza Irlanda, Cornualles y Bretaña.
De esta singular inspiración medieval tomó el compositor alemán Richard Wagner su Tristán e Isolda, un drama lírico en tres actos, sobre un libreto de él mismo, pero que posiblemente tiene su antecedente en la leyenda de origen céltico, Tristán e Iseo. En el tercer acto del drama lírico de Wagner, Isolda, Princesa de Irlanda que muy pronto será Reina de Cornualles, exige la inmediata presencia de Tristán, aquel que, como poseído por los dioses, guía con mano firme el timón del barco que ha de llevar a la princesa hasta su nueva patria. Mas sólo obtendrá la negativa del héroe, el despiadado desprecio de su escudero y las bufonadas de la tripulación. Así comienza una tercera escena absorbida por la voz de la cólera y despecho de una Isolda ofendida y engañada.
A pesar de que aparentemente el espejismo del amor se ha roto por un avatar del destino, el crítico Joseph Campbell apunta a que tanto en el Tristán inconcluso de Gottfried von Strassburg, poeta cortesano alemán de principios del siglo XIII, como en la poesía de los trovadores, el amor nace durante un momento de éxtasis estético, a través de una mirada y en el mundo de la luz del día, pero, llegado al corazón, abre el profundo misterio de la noche: ese espacio del todo y de la nada en el que los límites se desvanecen. Así, en ella, el amor y el gozo, la desesperación y el éxtasis, la vida y la muerte, serán, por el amor, una y misma cosa. Pero únicamente los corazones nobles pueden enterarse de estos propósitos y, por lo tanto, es a ellos –dice Campbell- a los que el juglar alemán dirige su poema:

Quien pierda un amor profundo,
por mucho que le duela,
no deja que su corazón renuncie a él.
Cuanto más alienta sus férvidos deseos de amor
en su hoguera de amor,
mayor es el dolor con que él ama.
Su aflicción es tan grata y el dolor tan bueno,
que ningún corazón noble prescinde de ello,
pues sabe que lo convierten en aquello que es.

Pero esta singular versión de Tristán e Isolda -decíamos- tiene su antecedente –quizás- en la leyenda medieval de origen céltico, Tristán e Iseo, conocida por varias versiones (en verso y en prosa) de los siglos XII y XIII, que narra los amores de Tristán de Leonís e Iseo la Rubia. En ella, parte Tristán de Cornualles en busca de una novia para su tío Marco, rey de Cornualles, al que una golondrina le ha llevado un cabello de una mujer rubia. Sorteando un sinfín de aventuras, Tristán finalmente la encuentra en Irlanda y logra que Iseo la Rubia se comprometa con su tío. Durante el viaje por mar hacia Cornualles, ambos, por error, beben el filtro amoroso que la madre de Iseo había preparado para la joven y Marco. La potencia del filtro une a Tristán e Iseo, que se enamoran para siempre; pero Iseo se casa con Marco, y para que éste no descubra que ya no es virgen, la suplanta en el lecho nupcial, la primera noche, su doncella. Iseo no renuncia a su amor por Tristán, pero Marco, apercibido de la falacia, la condena a morir en la hoguera. Sin embargo, consigue huir con Tristán al bosque donde purgan con muchas penalidades su amor culpable. Esta particular historia, una metafórica sublimación y exculpación del adulterio, ha sido fuente de innumerables versiones en la literatura, relatos, poemas, dramas y, por supuesto, de la colosal ópera de Wagner... Y también en versiones de la vida real, como el amor, en su segundo acto, de Carlos, el Príncipe de Gales y Camila, ex Parker Bowles, y hoy Duquesa de Cornualles... ®

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