Quienes transitamos por esta vida fugaz tal vez jamás alcancemos a comprender –más bien tan sólo a admitir- que no hay quien tenga poder sobre ella como para retenerla, ni quien tenga poder sobre la muerte. Así lo dicen los sabios, aquellos apóstoles de la vida y de la muerte que se entregan en cuerpo y alma para descifrarlas, concluyendo rendidamente, al igual que los antiguos misioneros de la existencia, que todo hombre dura lo que un suspiro, que cruza como una sombra y que al sepulcro se baja pronto y jamás se regresa de allí...
El sólo pensar en ello estremece, y entonces, repitiendo los decretos de los eruditos, nadie podría estar en desacuerdo –sea cual fuere el credo que cultive, y más aún quien no ejerza ninguno- que al que le llega la hora suprema pronto se lo olvida y nunca más vuelve a tomar parte en las cosas de este mundo, pues en las tinieblas no se hace ni se piensa nada. Pero, refractariamente a esta postura, no dejemos de lado que independientemente de la fe del creyente, de la indiferencia del ateo, de la tribulación del apóstata o de la angustia del agnóstico, hay algo, un legado, el súmmum del hombre sobre la tierra, sobre esta dimensión tan nuestra representada por una gota de agua o por el sol de la mañana cuando abraza a la aurora, que hace que unos dejen mucho cuando ya están ausentes, o dejen poco, pero siempre queda el hálito de su presencia. Por eso es que Pablo Neruda sigue entre nosotros, y ya ha cumplido más de cien años. Y es tan grande, tan genial, que ha escrito para la eternidad –entendiendo lo incomprensible de la existencia, y de la suya en particular- sobre aquello que era para él lo contemplativo, lo espiritual, lo excelso: el amor.
-Pero Pablo –le hablan los sabios-, tú, que exaltaste el amor hasta el punto de acariciar a las Musas, ¿cómo es posible que hubieras abandonado a tu pobre Malva Marina, aquella pequeña enferma que concebiste con la Maruca y que muriera ocho años después víctima de hidrocefalia? ¿Cómo fue que callaste su existencia para siempre? Dicen por ahí –añaden los escrutadores- que hay atisbos de una niña en “Enfermedades en mi casa”: “...Sube sangre de niña hacia las hojas manchadas por la luna/y hay un planeta de terribles dientes/ envenenando el agua en que caen los niños,/ cuando es de noche, y no hay sino la muerte,/ solamente la muerte y nada más que llanto”... -¿Es ella? –Dinos: ¿es ella?
Quien sabe, pero se cuenta que alguien, una tarde gris cualquiera, entró al cementerio de Gouda, un poblado holandés, y luego de recorrer varias tumbas encontró una lápida vieja, gris, revestida de azulejos blancos, y abandonada por el tiempo, cubierta de malezas tan vírgenes como la pequeña niña que yace cerca a sus raíces, en que se lee: “Aquí descansa nuestra querida Malva Marina Reyes, nacida en Madrid el 18 de agosto de 1934 y fallecida en Gouda el 2 de marzo de 1943”.
Y los sabios le dicen: “Pablo, tú que hiciste del amor el quid divinum, siempre llevarás en tu alma rota y fugitiva la existencia de tu Malva Marina”.
El sólo pensar en ello estremece, y entonces, repitiendo los decretos de los eruditos, nadie podría estar en desacuerdo –sea cual fuere el credo que cultive, y más aún quien no ejerza ninguno- que al que le llega la hora suprema pronto se lo olvida y nunca más vuelve a tomar parte en las cosas de este mundo, pues en las tinieblas no se hace ni se piensa nada. Pero, refractariamente a esta postura, no dejemos de lado que independientemente de la fe del creyente, de la indiferencia del ateo, de la tribulación del apóstata o de la angustia del agnóstico, hay algo, un legado, el súmmum del hombre sobre la tierra, sobre esta dimensión tan nuestra representada por una gota de agua o por el sol de la mañana cuando abraza a la aurora, que hace que unos dejen mucho cuando ya están ausentes, o dejen poco, pero siempre queda el hálito de su presencia. Por eso es que Pablo Neruda sigue entre nosotros, y ya ha cumplido más de cien años. Y es tan grande, tan genial, que ha escrito para la eternidad –entendiendo lo incomprensible de la existencia, y de la suya en particular- sobre aquello que era para él lo contemplativo, lo espiritual, lo excelso: el amor.
-Pero Pablo –le hablan los sabios-, tú, que exaltaste el amor hasta el punto de acariciar a las Musas, ¿cómo es posible que hubieras abandonado a tu pobre Malva Marina, aquella pequeña enferma que concebiste con la Maruca y que muriera ocho años después víctima de hidrocefalia? ¿Cómo fue que callaste su existencia para siempre? Dicen por ahí –añaden los escrutadores- que hay atisbos de una niña en “Enfermedades en mi casa”: “...Sube sangre de niña hacia las hojas manchadas por la luna/y hay un planeta de terribles dientes/ envenenando el agua en que caen los niños,/ cuando es de noche, y no hay sino la muerte,/ solamente la muerte y nada más que llanto”... -¿Es ella? –Dinos: ¿es ella?
Quien sabe, pero se cuenta que alguien, una tarde gris cualquiera, entró al cementerio de Gouda, un poblado holandés, y luego de recorrer varias tumbas encontró una lápida vieja, gris, revestida de azulejos blancos, y abandonada por el tiempo, cubierta de malezas tan vírgenes como la pequeña niña que yace cerca a sus raíces, en que se lee: “Aquí descansa nuestra querida Malva Marina Reyes, nacida en Madrid el 18 de agosto de 1934 y fallecida en Gouda el 2 de marzo de 1943”.
Y los sabios le dicen: “Pablo, tú que hiciste del amor el quid divinum, siempre llevarás en tu alma rota y fugitiva la existencia de tu Malva Marina”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario