Es fórmula conocida en el mundo de la política que los debates deben prepararse meditadamente en todo sentido, principalmente a partir de estructuras científicamente rigurosas orientadas a comprender en su justa medida la diversidad de factores que encarnan a un Estado, y, básicamente, teniendo presente los asuntos más espinosos que abaten a la ciudadanía, a fin de que ya en el escenario mismo de los debates previos a una elección, los candidatos ofrezcan al conjunto de electores las soluciones más oportunas.
Partiendo de este postulado -cuya verdad es irrebatible-, el ocasional triunfo o derrota de cualesquiera de los adversarios depende entonces del grado de análisis y comprensión de esos problemas, tanto desde la óptica de los candidatos, como de quienes han fungido como consejeros o asesores. Por lógica consecuencia, quien resultara ganador, ha aportado con una gama de cualidades personales: formación, carisma, sagacidad o competencia política; y aquellos, los asesores, con las facultades que les fueron conferidas, también han contribuido con lo suyo, y han interpretado un papel preponderante para que el ganador haya terminado su campaña gozando de las mayores simpatías de la opinión pública.
En lo estrictamente electoral, hasta ese momento, todo ha transcurrido según la sustancia de su naturaleza política, social, jurídica y normativa. Pero de pronto, ese sistema de consulta popular ha incorporado un recurso novedoso y propio del fervor y entusiasmo electorales: las tendencias de encuesta. Sin embargo, éstas, a raíz de un sistema democrático incipiente (hablando de Bolivia particularmente, pues no existe todavía una adecuada función reguladora de la Corte Electoral que avale los métodos de investigación que se emplean, y que sean confiables), originan confusión y desconcierto en el electorado, pues no es tarea compleja advertir que estas tendencias de encuesta no son más que un desordenado bombardeo de mensajes subliminales, carga del lenguaje, manipulación de ideologías, exagerado “culto” del candidato, etc., etc...; y al final de cuentas los resultados son tan erróneos como los métodos empleados.
Pero haciendo un ejercicio objetivo del uso de esta ciencia encuestadora en otros países –abstrayéndonos ya de la insuficiencia o fortaleza de la democracia-, comprobamos que lo propio ocurre en sociedades políticas altamente evolucionadas, cuyos pronósticos aventurados día tras día, minuto a minuto, no concuerdan con los desenlaces electorales. Las últimas elecciones en Francia son una prueba fehaciente de ello. Mientras se daba como hecho que Sarkozy superaría con mayor amplitud a Royal, o que el centrista Bayrou daría un golpe de timón a las expectativas del grueso electorado galo, o que el ultraderechista Le Pen incrementaría sus votos con relación a las anteriores elecciones, o que la candidata por Lucha Obrera, Arlette Laguillier, quinta vez candidata, y posible abanderada de la izquierda en esta justa electoral, pues las encuestas le anticipaban un 5%, hubiera obtenido nada más que un magro 1,5%, y que además de ello resignara sus aspiraciones parlamentarias ante el emergente candidato de la extrema izquierda, el cartero Olivier Besancenot, de la trotskista Liga Comunista Revolucionaria (LCR) -de quien muy poco o casi nada se preocuparon las encuestas, y consiguió un sorprendente 4%-, vemos entonces que esta disciplina, convertida poco menos que en infusa por quienes la ejercen, es inútil . Y para mayor abundamiento, en el balotaje, 10 puntos separaban a Sarkozy de Royal -con arreglo a las famosas encuestas-, y no fueron más que un estrecho 6%, pues los vaticinadores consideraron, dada su “eficaz” aptitud para echar cartas, que la gente de Le Pen, así como de Bayrou, apoyaría abrumadoramente al candidato conservador, lo cual no ocurrió para alarma de las huestes sarkozyanas.
Así visto el desempeño de los famosas encuestas electorales, tan volátiles y relativas como los pronósticos deportivos (que valga la comparación), no cabe la menor duda de que esta maquinaria poco menos que premonitoria, no es más que un recurso ladino, torpe y sagaz para alimentar el lucro de las organizaciones dedicadas a este auténtico comercio de ficticias estadísticas madrugadoras que, como ya se ha subrayado, son, a la hora del recuento, imprecisas si no absolutamente inexactas. Y en nuestro medio, además de lo mencionado con anterioridad, son aún más aleatorias por la bisoñería de las empresas consagradas a este oficio. Al final de cuentas, nadie está en condiciones de presagiar nada en este orden, pues el electorado, imbuido de una psicología sui géneris en la materia, cambia sus preferencias de un segundo a otro, y naturalmente echa por tierra el aventurado montaje encuestador.
En suma, todo es cuestión de suerte, y de esta forma el probable primero podría resultar segundo, el tercero ser primero, el cuarto subir al tercer lugar, y el segundo caer a la cuarta posición. Por ello, en una sociedad política como la nuestra, en la que cohabita una abundante gama de partidos, es aconsejable que éstos, y la ciudadanía, no presten atención -que no merecen- a las organizaciones de encuestas, pues sus agorerías acarrean confusión y se tornan en portavoces de una nociva hiperidealidad. ®
Partiendo de este postulado -cuya verdad es irrebatible-, el ocasional triunfo o derrota de cualesquiera de los adversarios depende entonces del grado de análisis y comprensión de esos problemas, tanto desde la óptica de los candidatos, como de quienes han fungido como consejeros o asesores. Por lógica consecuencia, quien resultara ganador, ha aportado con una gama de cualidades personales: formación, carisma, sagacidad o competencia política; y aquellos, los asesores, con las facultades que les fueron conferidas, también han contribuido con lo suyo, y han interpretado un papel preponderante para que el ganador haya terminado su campaña gozando de las mayores simpatías de la opinión pública.
En lo estrictamente electoral, hasta ese momento, todo ha transcurrido según la sustancia de su naturaleza política, social, jurídica y normativa. Pero de pronto, ese sistema de consulta popular ha incorporado un recurso novedoso y propio del fervor y entusiasmo electorales: las tendencias de encuesta. Sin embargo, éstas, a raíz de un sistema democrático incipiente (hablando de Bolivia particularmente, pues no existe todavía una adecuada función reguladora de la Corte Electoral que avale los métodos de investigación que se emplean, y que sean confiables), originan confusión y desconcierto en el electorado, pues no es tarea compleja advertir que estas tendencias de encuesta no son más que un desordenado bombardeo de mensajes subliminales, carga del lenguaje, manipulación de ideologías, exagerado “culto” del candidato, etc., etc...; y al final de cuentas los resultados son tan erróneos como los métodos empleados.
Pero haciendo un ejercicio objetivo del uso de esta ciencia encuestadora en otros países –abstrayéndonos ya de la insuficiencia o fortaleza de la democracia-, comprobamos que lo propio ocurre en sociedades políticas altamente evolucionadas, cuyos pronósticos aventurados día tras día, minuto a minuto, no concuerdan con los desenlaces electorales. Las últimas elecciones en Francia son una prueba fehaciente de ello. Mientras se daba como hecho que Sarkozy superaría con mayor amplitud a Royal, o que el centrista Bayrou daría un golpe de timón a las expectativas del grueso electorado galo, o que el ultraderechista Le Pen incrementaría sus votos con relación a las anteriores elecciones, o que la candidata por Lucha Obrera, Arlette Laguillier, quinta vez candidata, y posible abanderada de la izquierda en esta justa electoral, pues las encuestas le anticipaban un 5%, hubiera obtenido nada más que un magro 1,5%, y que además de ello resignara sus aspiraciones parlamentarias ante el emergente candidato de la extrema izquierda, el cartero Olivier Besancenot, de la trotskista Liga Comunista Revolucionaria (LCR) -de quien muy poco o casi nada se preocuparon las encuestas, y consiguió un sorprendente 4%-, vemos entonces que esta disciplina, convertida poco menos que en infusa por quienes la ejercen, es inútil . Y para mayor abundamiento, en el balotaje, 10 puntos separaban a Sarkozy de Royal -con arreglo a las famosas encuestas-, y no fueron más que un estrecho 6%, pues los vaticinadores consideraron, dada su “eficaz” aptitud para echar cartas, que la gente de Le Pen, así como de Bayrou, apoyaría abrumadoramente al candidato conservador, lo cual no ocurrió para alarma de las huestes sarkozyanas.
Así visto el desempeño de los famosas encuestas electorales, tan volátiles y relativas como los pronósticos deportivos (que valga la comparación), no cabe la menor duda de que esta maquinaria poco menos que premonitoria, no es más que un recurso ladino, torpe y sagaz para alimentar el lucro de las organizaciones dedicadas a este auténtico comercio de ficticias estadísticas madrugadoras que, como ya se ha subrayado, son, a la hora del recuento, imprecisas si no absolutamente inexactas. Y en nuestro medio, además de lo mencionado con anterioridad, son aún más aleatorias por la bisoñería de las empresas consagradas a este oficio. Al final de cuentas, nadie está en condiciones de presagiar nada en este orden, pues el electorado, imbuido de una psicología sui géneris en la materia, cambia sus preferencias de un segundo a otro, y naturalmente echa por tierra el aventurado montaje encuestador.
En suma, todo es cuestión de suerte, y de esta forma el probable primero podría resultar segundo, el tercero ser primero, el cuarto subir al tercer lugar, y el segundo caer a la cuarta posición. Por ello, en una sociedad política como la nuestra, en la que cohabita una abundante gama de partidos, es aconsejable que éstos, y la ciudadanía, no presten atención -que no merecen- a las organizaciones de encuestas, pues sus agorerías acarrean confusión y se tornan en portavoces de una nociva hiperidealidad. ®
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