Hace 20 años el prestigioso economista peruano Hernando de Soto reveló en su libro más conocido, El otro sendero, que los extremos de corrupción más elevados en América Latina, África y Asia, se debían fundamentalmente –y esto aún tiene vigencia, lo que demuestra la particularidad visionaria de este afamado economista- a superabundantes regulaciones de Estado (leyes, decretos, ordenanzas, etc.), pues, es una verdad de Perogrullo que ante la insuficiente planificación de los sistemas gubernamentales en todo orden, las naciones pobres y de ingresos medianos, sometidos a esos vicios de copiosidad reglamentaria, por lógica consecuencia demanden, o por lo menos aspiren a que esa infinidad de disposiciones se abrevie drásticamente para no resbalar en la corruptela.
Sin embargo, a medida que el tiempo pasa, se comprueba que la mentalidad del legislador, o de quienes detentan el poder ejecutivo, es, justamente, ampliar el horizonte burocrático; lo que, en definitiva, no sólo que va en detrimento de ellos mismos por la lentitud en el desarrollo administrativo que tanto se ambiciona, sino que da pie a un ejercicio mayor, y hasta incontrolable, de la corrupción en todas sus gamas.
En nuestro país, por ejemplo (una de las naciones con mayores extremos de corrupción según Transparencia Internacional), son necesarios 18 trámites y casi 90 días para registrar una empresa –aunque sea unipersonal-, por lo que de más está decir que quien o quienes pretendan instalar un negocio den el alma al diablo y simplifiquen la desmedida burocracia sobornando a los funcionarios públicos. Sin duda que la lógica va en ese sentido, pese a la flagrante contravención de los preceptos de orden reglamentario. Si a partir del espinoso tema del registro de empresas solamente, ¿cómo será –nos preguntamos- con otros asuntos que demandan aún mayores diligencias?
Sabiamente de Soto añade que las principales causas de la corrupción no son culturales, ni biológicas, sino políticas, pues cuando los países aprueban leyes o decretos absurdos, la gente va a burlarlos. O dicho de otro modo, se cumple aquí, implícitamente, la máxima de “hecha la ley, hecha la trampa”, tan sagaz y ladinamente adoptada por los oportunistas de siempre. Pero no sólo por ellos, sino por toda una sociedad desprotegida que busca defensa en el desacato de medidas desmesuradas y, al final, incontrolables. No es posible pasar por alto –como se decía- que las (tantas) leyes en nuestro Congreso son, en gran medida, hasta sin sentido, por lo que es tarea perentoria de nuestros legisladores innovar juiciosamente la formulación de ellas, ya que si son difíciles de acatar naturalmente que serán la principal fuente de corrupción.
Lo propio puede añadirse de los decretos que expide el Ejecutivo, el que, inopinadamente, pretende arrogarse facultades eminentemente legislativas, supliendo leyes, con toda impunidad, por la rápida firma de decretos; actitud que linda con la más barata forma de estrellarse contra la Constitución –cual si se tratara de un gobierno de fuerza-, ante la pasividad, desconcierto y desaliento de la ciudadanía que nada puede hacer frente a estas imposiciones de carácter ilícito y prepotente. ®
Sin embargo, a medida que el tiempo pasa, se comprueba que la mentalidad del legislador, o de quienes detentan el poder ejecutivo, es, justamente, ampliar el horizonte burocrático; lo que, en definitiva, no sólo que va en detrimento de ellos mismos por la lentitud en el desarrollo administrativo que tanto se ambiciona, sino que da pie a un ejercicio mayor, y hasta incontrolable, de la corrupción en todas sus gamas.
En nuestro país, por ejemplo (una de las naciones con mayores extremos de corrupción según Transparencia Internacional), son necesarios 18 trámites y casi 90 días para registrar una empresa –aunque sea unipersonal-, por lo que de más está decir que quien o quienes pretendan instalar un negocio den el alma al diablo y simplifiquen la desmedida burocracia sobornando a los funcionarios públicos. Sin duda que la lógica va en ese sentido, pese a la flagrante contravención de los preceptos de orden reglamentario. Si a partir del espinoso tema del registro de empresas solamente, ¿cómo será –nos preguntamos- con otros asuntos que demandan aún mayores diligencias?
Sabiamente de Soto añade que las principales causas de la corrupción no son culturales, ni biológicas, sino políticas, pues cuando los países aprueban leyes o decretos absurdos, la gente va a burlarlos. O dicho de otro modo, se cumple aquí, implícitamente, la máxima de “hecha la ley, hecha la trampa”, tan sagaz y ladinamente adoptada por los oportunistas de siempre. Pero no sólo por ellos, sino por toda una sociedad desprotegida que busca defensa en el desacato de medidas desmesuradas y, al final, incontrolables. No es posible pasar por alto –como se decía- que las (tantas) leyes en nuestro Congreso son, en gran medida, hasta sin sentido, por lo que es tarea perentoria de nuestros legisladores innovar juiciosamente la formulación de ellas, ya que si son difíciles de acatar naturalmente que serán la principal fuente de corrupción.
Lo propio puede añadirse de los decretos que expide el Ejecutivo, el que, inopinadamente, pretende arrogarse facultades eminentemente legislativas, supliendo leyes, con toda impunidad, por la rápida firma de decretos; actitud que linda con la más barata forma de estrellarse contra la Constitución –cual si se tratara de un gobierno de fuerza-, ante la pasividad, desconcierto y desaliento de la ciudadanía que nada puede hacer frente a estas imposiciones de carácter ilícito y prepotente. ®
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