Hasta hace no mucho pocos podían imaginar que la Unión Europea llegara hasta el Mar Negro. Esas fronteras de ficción que aún flotaban en el espacio del Viejo Continente, como resabios del Telón de Acero, o Cortina de Hierro como mayormente se conoció a la ahora lejana Guerra Fría, han desaparecido definitivamente con la reciente incorporación de Bulgaria y Rumania a esa vigorosa Unión Europea; con lo cual, esta impresionante alianza de naciones ha quedado configurada por 27 países con una población aproximada de 490 millones de habitantes. Un ejemplo patente y envidiable de lo que debe ser una auténtica integración, contrariamente a lo que ocurre en otros continentes donde, a despecho de los esfuerzos de mandatarios y pueblos por alcanzar un sistema de coalición tan efectivo, los asomos por instituir una verdadera sociedad de naciones como la UE caen en saco roto por la diferencia sustancial que separa a esos hemisferios con la añeja cultura europea.
Existe en Europa, de manera natural, un principio que facilita formidablemente esta colosal empresa de unión: el de la solidaridad común, que ha permitido, gracias a la cooperación de las potencias del Viejo Continente, ayudar a los más débiles en sus procesos de desarrollo. Prueba clara de ello es el progreso altamente significativo que han alcanzado España e Irlanda; países que, por la dictadura de Franco el uno, y por luchas internas el otro, encarnaban el atraso y las condiciones de vida más depauperadas, luego de la Segunda Guerra Mundial hasta la década de los setenta u ochenta.
Según los planes de desarrollo establecidos, Rumania, con una población cercana a los 23 millones, recibirá este año apoyo económico de la Unión Europea por un monto cercano a los 2.200 millones de dólares, en tanto que Bulgaria, mediante un método de asistencia proporcional, se beneficiará con un monto aproximado de 870 millones de dólares que irán a cubrir los vastos proyectos de desarrollo para una población de 7,7 millones de habitantes. Sin embargo, no todo es color de rosa. El hecho de que la Unión Europea se haya propuesto sacar a flote a naciones del oeste, como en este caso son Rumania y Bulgaria, ex satélites soviéticos, magnifican una preocupación preexistente en sentido de que la asistencia a tales países, unida a la que se concedió a otros, como España e Irlanda por ejemplo, llevan consigo un esfuerzo económico de tal magnitud que muchos expertos sostienen, y temen, como así ha revelado con propiedad un analista, que la propia Unión Europea, dado su complejo crecimiento, se torne inmanejable.
Y circunstancialmente este probable matiz de “ingobernable” haya sido predicho por el electorado francés y holandés, cuando en el 2005, bajo la figura del referéndum, el proyecto de Constitución europeo fue contundentemente rechazado. Tal vez muchos factores concurrieron para que los ciudadanos de ambos países se manifestaran de esa manera, pero es irrebatible que uno de ellos, quizás el más importante, sea, sorprendentemente, la marcada pluralidad cultural. No hay que pasar por alto que, históricamente, en la Europa fuerte y bien organizada, sus sociedades provenían de una raíz cultural común o afín, en tanto que los Estados que hoy aguardan su entrada a la UE configuran en este orden una marcada diversidad; razón más que suficiente para que aquellos europeos se opongan a su ingreso. Es el caso de Bosnia, Macedonia, Turquía, Montenegro, Croacia o Serbia, que forzosamente deberán luchar para ser miembros de la Unión Europea.
Existe en Europa, de manera natural, un principio que facilita formidablemente esta colosal empresa de unión: el de la solidaridad común, que ha permitido, gracias a la cooperación de las potencias del Viejo Continente, ayudar a los más débiles en sus procesos de desarrollo. Prueba clara de ello es el progreso altamente significativo que han alcanzado España e Irlanda; países que, por la dictadura de Franco el uno, y por luchas internas el otro, encarnaban el atraso y las condiciones de vida más depauperadas, luego de la Segunda Guerra Mundial hasta la década de los setenta u ochenta.
Según los planes de desarrollo establecidos, Rumania, con una población cercana a los 23 millones, recibirá este año apoyo económico de la Unión Europea por un monto cercano a los 2.200 millones de dólares, en tanto que Bulgaria, mediante un método de asistencia proporcional, se beneficiará con un monto aproximado de 870 millones de dólares que irán a cubrir los vastos proyectos de desarrollo para una población de 7,7 millones de habitantes. Sin embargo, no todo es color de rosa. El hecho de que la Unión Europea se haya propuesto sacar a flote a naciones del oeste, como en este caso son Rumania y Bulgaria, ex satélites soviéticos, magnifican una preocupación preexistente en sentido de que la asistencia a tales países, unida a la que se concedió a otros, como España e Irlanda por ejemplo, llevan consigo un esfuerzo económico de tal magnitud que muchos expertos sostienen, y temen, como así ha revelado con propiedad un analista, que la propia Unión Europea, dado su complejo crecimiento, se torne inmanejable.
Y circunstancialmente este probable matiz de “ingobernable” haya sido predicho por el electorado francés y holandés, cuando en el 2005, bajo la figura del referéndum, el proyecto de Constitución europeo fue contundentemente rechazado. Tal vez muchos factores concurrieron para que los ciudadanos de ambos países se manifestaran de esa manera, pero es irrebatible que uno de ellos, quizás el más importante, sea, sorprendentemente, la marcada pluralidad cultural. No hay que pasar por alto que, históricamente, en la Europa fuerte y bien organizada, sus sociedades provenían de una raíz cultural común o afín, en tanto que los Estados que hoy aguardan su entrada a la UE configuran en este orden una marcada diversidad; razón más que suficiente para que aquellos europeos se opongan a su ingreso. Es el caso de Bosnia, Macedonia, Turquía, Montenegro, Croacia o Serbia, que forzosamente deberán luchar para ser miembros de la Unión Europea.
En todas partes se cuecen habas. ®
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