El periodista norteamericano Bob Woodward ha sido el primero en descorrer el velo de aquello que en corrillos de los escenarios públicos de Estados Unidos se venía murmurando insistentemente desde hacía tiempo: el regreso subrepticio de Henry Kissinger a la arena política. En su libro, El Estado de negación, Woodward revela la marcada influencia, sobre la actual administración, del otrora secretario de Estado más poderoso de la historia de aquel país. Las continuas visitas a la Casa Blanca hicieron sospechar al periodista que algo muy importante traía entre manos este hombre de 83 años, pues no de otro modo era posible su asidua presencia en las oficinas del presidente Bush y del vicepresidente Dick Cheney. Y más aún con su impresionante hoja de vida pública bajo el brazo que avalaba la intervención inmediata de esta personalidad en algún espinoso asunto de Estado que, con seguridad, al presidente Bush le urgía resolver prontamente. ¡Qué mejor entonces que recurrir al ex secretario de Estado Kissinger!, cuyos pergaminos, de larga data, se desplegaban en diferentes direcciones, memorables unos, y hasta de tono irreverente otros (que incluso ocasionaron su aparición pública en el banquillo de los acusados por crímenes de guerra), pero provenientes de una figura mundial incontestablemente emblemática: Premio Nobel de La Paz en 1973; autor intelectual del histórico acercamiento con China; artífice del derrocamiento de Salvador Allende, entre otros hechos, que a la postre lo convertirían en un auténtico calco de los sagaces secretarios de Estado de siglos pasados trasplantado a la actualidad, con el aditamento de una prodigiosa inteligencia bien entrenada para combatir los rigores de un gran mundo en convulsión.
La situación en Irak atravesaba por uno de sus peores momentos, y el presidente Bush insistía en el envío de más soldados, a pesar de la oposición del Congreso, de la Comisión de Irak dirigida por James Baker –tal vez el asesor más cercano de George Bush padre-, de los propios líderes republicanos (que han comenzado a rebelarse en contra del presidente), y de la opinión pública que, con esa probable decisión, se puso a temblar ante la eventualidad de vivir otra experiencia traumática como la de Vietnam.
Pero haciendo oídos sordos a la férrea oposición, Bush anunció hace unas semanas el envío de 20.000 soldados que se unirían al contingente de 132.000 emplazado en la zona de conflicto. Así como Woodward reveló en su libro las reuniones que Bush sostenía regularmente con Kissinger, muchos analistas dieron por hecho que la determinación de desplazar a una fuerza militar tan numerosa obedecía a las recomendaciones del ex secretario de Estado, pues la táctica era similar a la que este estratega planeó a principios de 1971 cuando, convencidos él y el presidente Richard Nixon de que una victoria en Vietnam era prácticamente imposible, “la cuestión entonces –como señala un analista-, no era salir o no de Vietnam, sino cómo mantenerse allí hasta después de las elecciones presidenciales de 1972”. El escenario, no obstante, se presentaba ahora con otra coreografía, otros actores, otro público y otro drama... Irak no es Vietnam. Roger Morris, ex funcionario durante el mandato de Nixon del Consejo Nacional de Seguridad, juzga que no sólo no son la misma cosa, sino que Irak es peor que Vietnam, “porque se trata del mismo comportamiento esperando un resultado diferente, uno de los rasgos principales de la locura”. Y la locura proviene del propio Kissinger, que para el caso de Vietnam tenía un decisivo as bajo la manga. En efecto, en su primera entrevista con Chou En-lai, se comprometió a retirar las tropas y dejaría la suerte de la política vietnamita en manos de los propios vietnamitas. “Lo que queremos es un intervalo decente”, fue la frase suprema. Y ese intervalo decente perseguía apabullar a la oposición demócrata calificándola de temerosa y frágil; sutileza psicológica para conseguir su objetivo: que Nixon gane las elecciones de 1972. Pero con el presidente Bush tal maniobra no es posible, ya que no puede ser reelegido el 2008. Según los analistas el presidente norteamericano está consciente de que no hay ninguna posibilidad de vencer en Irak. Entonces, ¿cuál es el propósito al enviar 20.000 efectivos más? Muchos sostienen que Kissinger está trabajando en un terreno absolutamente sensible: cuidar el legado presidencial de Bush, promoviendo todavía más la imposición de la fuerza para asentar en definitiva la democracia en Oriente Medio, y así restaurar la imagen que llevó a la presidencia a George W. Bush.
Por ahora, se ve como una tarea difícil, si no imposible de alcanzar. ®
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