Afortunadamente las normas de derecho en nuestro país, especialmente aquellas que consagra la Constitución Política del Estado, ordenan con absoluta claridad la libertad de expresión e información de los medios escritos, orales y audiovisuales, así como de las personas –sin excepción- que pueblan nuestro territorio. Sin duda que ello es altamente valioso y sustancial para la consolidación más estable y duradera de la institución y cultura democráticas que con tanto esfuerzo la ciudadanía sustenta. Se trata de lo más preciado –así como un tesoro abundante de riquezas- que cuentan en su haber los medios y las personas.
Pero no debemos permanecer ajenos a que en la intuición colectiva brota una percepción de que tales avances, a partir de esa legalidad expresa de la que subyacen los derechos de aquéllos, representan en definitiva el plan global y suficientemente mínimo como para que persona o el conjunto de la sociedad anhele, o exija, seguridad jurídica e incluso garantías de orden ético. Bajo esa premisa, entonces, el ciudadano se siente amparado y respaldado por reglas teóricamente inviolables.En este contexto, un analista observaba que si ante un programa de televisión, un reportaje de prensa, de entretención o información, es posible preguntarse tan sólo si sus contenidos han sido legales o ilegales, lícitos o ilícitos. Naturalmente que esta opinión es medular al momento en que ella necesariamente refleja el sentir, y la acción en consecuencia, que les corresponde a juristas, a la ciudadanía y terminantemente a los tribunales, aunque esto pudiera resultar una ficción, dada la escasa práctica de los agentes de justicia en esta materia. Y si paralelamente los medios de comunicación, con la fuerza de un vigoroso cuarto poder, gozan de la libertad de indagar a nuestras instituciones y a quienes ejercen en ellas mandos superiores y medios, se produce entonces una dualidad que impone derechos y obligaciones. Derechos, porque los medios encuentran su basamento justamente en el ejercicio de tal libertad, comprendida en su tarea fiscalizadora y en la divulgación de una diversidad de géneros, preferencias y cualidades; y obligaciones, pues en la medida que la normativa les confiere legalidad, no pueden sustraerse –como ya se ha dicho- de lo que mandan las reglas; pero, sobre todo, en cuanto a su esencia misma, deben satisfacer la legitimidad que les concede la sociedad, promoviendo una cultura de información objetiva, veraz, de buena calidad, sin caer en el testimonio sesgado, y más bien exteriorizando señales de autocrítica y apertura a la crítica.
Sin duda alguna que lo anterior contribuiría significativamente a la formación de un auditor, de un lector, o de un espectador de televisión vigilante, sagaz y analista en fin, sin que ello signifique desacreditar un oficio tan noble como el periodismo, sino que, por el contrario, éste se convertiría en un efectivo factor de prolongación de la libertad ciudadana. ®
Pero no debemos permanecer ajenos a que en la intuición colectiva brota una percepción de que tales avances, a partir de esa legalidad expresa de la que subyacen los derechos de aquéllos, representan en definitiva el plan global y suficientemente mínimo como para que persona o el conjunto de la sociedad anhele, o exija, seguridad jurídica e incluso garantías de orden ético. Bajo esa premisa, entonces, el ciudadano se siente amparado y respaldado por reglas teóricamente inviolables.En este contexto, un analista observaba que si ante un programa de televisión, un reportaje de prensa, de entretención o información, es posible preguntarse tan sólo si sus contenidos han sido legales o ilegales, lícitos o ilícitos. Naturalmente que esta opinión es medular al momento en que ella necesariamente refleja el sentir, y la acción en consecuencia, que les corresponde a juristas, a la ciudadanía y terminantemente a los tribunales, aunque esto pudiera resultar una ficción, dada la escasa práctica de los agentes de justicia en esta materia. Y si paralelamente los medios de comunicación, con la fuerza de un vigoroso cuarto poder, gozan de la libertad de indagar a nuestras instituciones y a quienes ejercen en ellas mandos superiores y medios, se produce entonces una dualidad que impone derechos y obligaciones. Derechos, porque los medios encuentran su basamento justamente en el ejercicio de tal libertad, comprendida en su tarea fiscalizadora y en la divulgación de una diversidad de géneros, preferencias y cualidades; y obligaciones, pues en la medida que la normativa les confiere legalidad, no pueden sustraerse –como ya se ha dicho- de lo que mandan las reglas; pero, sobre todo, en cuanto a su esencia misma, deben satisfacer la legitimidad que les concede la sociedad, promoviendo una cultura de información objetiva, veraz, de buena calidad, sin caer en el testimonio sesgado, y más bien exteriorizando señales de autocrítica y apertura a la crítica.
Sin duda alguna que lo anterior contribuiría significativamente a la formación de un auditor, de un lector, o de un espectador de televisión vigilante, sagaz y analista en fin, sin que ello signifique desacreditar un oficio tan noble como el periodismo, sino que, por el contrario, éste se convertiría en un efectivo factor de prolongación de la libertad ciudadana. ®
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