martes, junio 09, 2009

LA IDENTIDAD DE UN GENOCIDA

Sumergido en la más honda pobreza, casi un hombre de las capas marginales, Adolf Hitler llegó a seducir hasta la exaltación, luego de años de divulgación de su ideología, a millones de personas que, una vez puesta ella en práctica, se hizo de tanto poder como tal vez nadie lo hubo detentado en la historia de la humanidad. Y cabe aquí preguntarse para tal vez desentrañar el misterio de su capacidad en ser portador de un liderazgo de tamaña magnitud: ¿Cómo era la verdadera personalidad de este hombre, del dictador que arrasó sociedades enteras con su inagotable omnipotencia?
La biógrafa austríaca Marlis Steinert en su Hitler y el universo hitleriano, revela que la personalidad de Hitler era como las muñecas rusas, que esconden una figura dentro de otra, esto es, que habría tenido dentro de sí varios adolfs, y el talento para emplear el más útil según la ocasión. Así, a cada público, su afán; sus viejos camaradas de lucha escuchaban a un revolucionario radical; las masas, al líder mesiánico que los salvaría; las damas de la aristocracia lo consideraban un hombre distinguido y gentil; los dignatarios extranjeros negociaban con un estadista mesurado y docto. Según Ignacio Arana, esta hábil conveniencia a las circunstancias no fue impedimento para que desde su juventud defendiera a rajatabla sus convicciones. El arte consistía en relucirlas cuando conviniera, bajo la forma más presentable y persuasiva. El instigador del genocidio más brutal que marcó el momento más bajo en los valores de la civilización que se haya conocido en los tiempos modernos era, explorando en lo más íntimo de sí mismo, un vegetariano inclaudicable, además de que no fumaba y casi no bebía, sostiene el historiador y biógrafo británico Ian Kershaw. Estos rasgos –agrego a lo que asevera Kershaw- poseían, dado su laberíntico carácter, una cualidad provocativa a las reproducciones, calcos o, al fin, a todo lo estereotipado, y por tanto causaban un revés a las consideraciones sociales de la época. Es posible entonces que a partir de ahí, en lo particular, y luego en su acción de liderazgo, promoviera un interés inusual e inmensamente hipnótico en las masas, pues no temía, en su férrea y obstinada personalidad, desdeñar esas conveniencias de orden social.
Y para llegar a lo que llegó, se dice que leía mucho, aunque odiaba a los intelectuales. No pocos críticos relacionan esta fervorosa inclinación hacia la lectura al apego que sentía por el ocio en su juventud, si bien en sus últimos años se sometió a tal rigor laboral que su cuerpo terminó enfermo y adicto (al final consumía 29 pastillas diarias). Señala Arana que poseía una inteligencia rápida y aguda, y una memoria prodigiosa que la explotaba profundamente, en especial para dar vigor a su ideología. Y lo más inescrutable: era un sentimental acabado, y junto a eso, podía reír hasta las lágrimas con los chistes vulgares de la calle; pero no hesitaba en aniquilar, en ordenar asesinatos colectivos sin que se le mueva un pelo. Su socialdarwinismo exaltaba la superioridad física del germano, o del hombre ario, a pesar de que su esmirriado cuerpo no la representaba. Y en su trato con las mujeres manifestaba una personalidad delicada, pero, según sus detractores, falsa, pues se trataba de un misógino consumado, aunque esta afirmación no fuera en definitiva más que una falacia, pues, señaladamente, jamás salió de sus labios una imprecación en contra de las mujeres, tal como sustentan y aseguran quienes han estudiado su vida hasta en los detalles mínimos.
Dotado de una capacidad de oratoria excepcional, la empleó sin embargo para estimular la venganza y el odio; y usó también sus habilidades teatrales, un histrionismo puramente natural propio de una mente aventajada, que respondía no obstante, en su desmedida apetencia de supremacía, a oscuros designios para engañar y manipular. Y en esa perspectiva, no tenían cabida quienes no podían contribuir a forjar una “visión del mundo” reformada, a edificar una patria sana y fecunda que cubriera toda la redondez de la Tierra, por lo que mandó a exterminar las vidas inútiles de enfermos mentales, a pesar de las taras que a él mismo lo acecharon y torturaron desde su más temprana edad, como ser, a primera vista tan sólo, y al margen de otros defectos psíquicos, un temible maníaco obsesivo .
De acuerdo con el historiador británico Michael Burleigh (acérrimo antiizquierdista -que valga el comentario-), aunque Hitler odiaba al judaísmo y rechazaba el cristianismo, se sirvió de los credos para construir una religión política a su alrededor. Y era un hombre que –añado- en la medida de ese singular culto, influido tal vez por un artista gigante como lo fue Beethoven, estaba imbuido de la Weltanschauung, pero, al cabo, de naturaleza muy diferente, pues en el genio de Bonn esa Weltanschauung (expresión introducida posteriormente por el filósofo alemán Wilhelm Dilthey), se trataba de una concepción del mundo, una concepción de Dios, de la vida, del dolor, del amor, de la muerte y del arte. Una bella exaltación, al fin, de la Divinidad, de la Naturaleza. O como un amor fraternal universal que habría querido abrazar a toda la humanidad, una actitud de heroico estoicismo frente al dolor, y ningún miedo a la muerte.
En Hitler, se trataba, como ya se dijo, de una Weltanschauung distinta, a veces lamentable, pues, confusamente, al pretender que ella salvaría a la raza superior, era -tremenda paradoja- irresoluto e incierto en decidir como gobernante sobre asuntos cotidianos de escasa importancia. Y en ese terreno deleznable se jactaba de ser amante de la disciplina y contradictoriamente hacía caso omiso de los horarios y dormía hasta tarde, al punto de que su trabajo comenzaba al mediodía (particularidades de un sujeto extraviado). Pero en el fondo, obvio resulta mencionarlo, Hitler era un político a todo trance consecuente. Ahí, quizás, afloraba su singular Weltanschauung, valorando con la perturbada, pero a la postre ciclópea percepción de un sectario (valga la antinomia), los conceptos de Reich (reino), rasse (raza) y raum (espacio); y entregando abiertamente su análisis sobre el judaísmo, el bolchevismo, la política y la guerra.
Kershaw interpreta que para comprender cómo fue posible que un autodidacta como él, fanático nacionalista y racista beligerante, tuviera la aptitud de conquistar a la población de una de las naciones más avanzadas mediante las urnas, es imposible separar a Hitler de la época en que vivió, y de las tendencias de las que se nutrió y luego controló. Aunque clase, origen, formación y experiencia obraban en su contra, una de las claves de su misión residía en la adecuación de sus condiciones personales a las necesidades de la situación.
Al conocer la vida, el pensamiento y la personalidad de Hitler, millones de personas se preguntan –y lo harán siempre- en qué momento de su existencia íntima soñó con llegar a ser Führer. Gustl Kubizek, su amigo de infancia, relató en una ocasión una anécdota de adolescentes que fue como una señal de lo que ocurriría años más tarde:
“Luego de ver la ópera Rienzi, de Richard Wagner (por quien sentía una admiración indescriptible, tal vez hasta la idolatría), entró en una especie de trance. Me llevó a una altura desde donde se dominaba Linz y habló, con voz ronca y agitada, de la misión que recibiría de su pueblo para llevarlo a la libertad”. Treinta años más tarde, confió a Kubizek que “todo había comenzado en ese instante, en esa meseta que recogía las luces de Linz”.
Según testimonios confiables, ya en la Primera Guerra Mundial, y por diversas circunstancias, se descubre al Hitler soldado como al futuro dictador. Guerrero valiente, recibió varias distinciones, amén de las cruces de Hierro de primera y segunda clase. En sus cartas era posible apreciar su coraje y un halo de mesianismo: “La guerra se apoderó de nosotros como una exaltación. No dudábamos que la guerra nos ofrecía la grandeza, la fuerza, la madurez. Se nos aparecía como la acción viril”. Luego, herido en batalla, Hitler sufrió un ataque de nervios cuando supo de la capitulación alemana que, desde la muerte de su madre, volvería a postrarlo en una turbulenta y acongojada soledad llorando incesablemente, con la amargura de un niño que ha sufrido un desgarro en el alma; así como los pesares que él resistió a lo largo de su atormentada existencia. Su último dolor, no de otro modo pungente, fue el rechazo que sufrió en la Escuela de Bellas Artes adonde postuló para ser pintor, hasta entonces su más diáfana vocación. Fue quizás por esa frustración que Hitler denunciara como inmorales muchas formas de arte moderno, pero más inmorales entre todos los artistas fueron quienes pintaron retratos de él, a diestra y siniestra, para exhibirlos en los museos con el fin de complacer al poderoso gobernante.
Hacia el fin de la Primera Guerra Mundial tenía 29 años. A los 30, se enrolaba a la política, y 13 años más tarde ya era el Führer de Alemania; posición que ejercería por 12 más.
Se quitó la vida el 30 de abril de 1945. ®

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