Durante la noche del viernes al sábado antepasados, la guerrilla de extrema izquierda -las FARC- comandada por “Tirofijo”, Manuel Marulanda, sufrió en territorio ecuatoriano uno de los golpes más duros en lo que va de su historia como fuerza rebelde, tal como, a poco de la escaramuza, sentenció el ministro de Defensa de Colombia, Juan Manuel Santos, y pudo evidenciar la opinión pública. En efecto, en una emboscada planeada con precisión de relojería, las Fuerzas Armadas colombianas abatieron a Luis Édgar Devia (su nombre de combate era “comandante Raúl Reyes”), segundo en la dirección suprema de las FARC, portavoz de la guerrilla, hombre de contacto con la prensa y con el extranjero (fue quien recibió a los emisarios de Francia y Suiza que trataron de negociar la libertad de Ingrid Betancourt), y jefe de la diplomacia de esta organización irregular, que hasta aquella noche daba la impresión de ser un grupo invulnerable. Pero el hecho de que el escenario de su muerte haya sido en territorio ajeno al colombiano provocó, naturalmente, una crisis diplomática ante la eventual vulneración de normas de Derecho Internacional. La protesta del país lesionado, Ecuador, no se hizo esperar, como tampoco las amenazas provenientes de Caracas. Fiel a su estilo, el domingo siguiente, en su programa Aló Presidente, el mandatario venezolano, Hugo Chávez, no sólo que ordenó el despliegue de tropas a la frontera con Colombia, sino que aprovechó la coyuntura para no ahorrar insultos en contra de Álvaro Uribe, su par colombiano, calificándolo, entre otros improperios, de lacayo del imperialismo norteamericano. Al mismo tiempo, reiteró el riesgo inminente de una ineludible confrontación, pues dejó sentado que su ejército avanzaría a la línea limítrofe con mandatos de acción urgentes. Tal medida, sin duda, puso, luego del emplazamiento de regimientos en la frontera, a un punto de mayúscula efervescencia la incontrolable tensión, más que entre los dos países -conviene dejar en claro-, entre los dos presidentes, puesto que ninguno pretendía ceder una porción de su protagonismo en el plan de canje de rebeldes por secuestrados.
Por ello, no es posible pasar por alto que la acción de las Fuerzas Armadas de Colombia haya sido una punzante estocada al pecho del presidente Chávez, y éste, herido en su soberbia, no le quedó otro expediente que disponer el pronto desplazamiento de un respetable número de batallones. Huelga decir que, en mérito a un frío análisis, la abrupta decisión adoptada por el presidente Chávez no debió ser considerada más que como una frágil estratagema para demostrar a su vecino un probable poderío militar, aunque, en rigor, no tuvo otra finalidad que encubrir el revés sufrido en su arrogante fuero interno. Así, y no de otra manera debió verse el naciente conflicto: una pugna personal entre dos estadistas, que lisa y llanamente puso en vilo a dos naciones y comprometió la paz de la región, pues Ecuador, con sobrada razón, reclamó por la violación de su territorio.
En esta pulseada de los presidentes Uribe y Chávez, conviene rememorar que el primero fue elegido el 2002 y reelecto cuatro años más tarde con la firme promesa de derrotar a las FARC y conquistar una victoria de alto vuelo contra una guerrilla que jamás ha vacilado en secuestrar a hombres y mujeres y retenerlos en condiciones inhumanas; que tampoco ha hesitado en plantar minas antipersonales y hacer comercio de cocaína; y, sin el menor escrúpulo, no ha dudado, por supuesto, en ejecutar a la gente en cautiverio, luego de sumarios tan inicuos como la propia organización. En fin, una guerrilla extemporánea, que con una izquierda democrática colombiana en contra, ha conseguido en este último tiempo, precisamente por esas raíces deformes, algo tan imprevisto en sus planes como tener que cargar con la responsabilidad de haber encaramado a Álvaro Uribe en el pináculo de la popularidad, dadas las continuas y exitosas incursiones a la selva del ejército colombiano (a las que se suma ahora la baja del número dos de las FARC) firmemente comandadas por Uribe.
Muerto Reyes, y conociendo el proverbial hermetismo como la impredecibilidad de Manuel Marulanda, el futuro de la guerrilla es incierto. ¿Será que la desaparición de su hombre de confianza desemboque en una línea militarista más dura? ¿O que más bien se imponga un razonable repliegue con miras a una negociación política? Más temprano que tarde se sabrá. Lo que sí queda claro es que, por ahora, hasta que pase la tormenta (que al parecer ha amainado luego de la Cumbre de Santo Domingo), Ingrid Betancourt, así como sus compañeros de infortunio, se alejan más de la posibilidad de ser liberados; y, por otro lado, en cuanto a las acciones de las cúpulas políticas, la fricción que continua y desaprensivamente surge entre estadistas de la región puede, en cualquier momento, derivar en desenlaces mayores que expongan la paz en un centro y sudcontinente tan análogos como la sangre que circula entre sus habitantes diseminados a lo largo y ancho de tanto territorio hermano. ®
Por ello, no es posible pasar por alto que la acción de las Fuerzas Armadas de Colombia haya sido una punzante estocada al pecho del presidente Chávez, y éste, herido en su soberbia, no le quedó otro expediente que disponer el pronto desplazamiento de un respetable número de batallones. Huelga decir que, en mérito a un frío análisis, la abrupta decisión adoptada por el presidente Chávez no debió ser considerada más que como una frágil estratagema para demostrar a su vecino un probable poderío militar, aunque, en rigor, no tuvo otra finalidad que encubrir el revés sufrido en su arrogante fuero interno. Así, y no de otra manera debió verse el naciente conflicto: una pugna personal entre dos estadistas, que lisa y llanamente puso en vilo a dos naciones y comprometió la paz de la región, pues Ecuador, con sobrada razón, reclamó por la violación de su territorio.
En esta pulseada de los presidentes Uribe y Chávez, conviene rememorar que el primero fue elegido el 2002 y reelecto cuatro años más tarde con la firme promesa de derrotar a las FARC y conquistar una victoria de alto vuelo contra una guerrilla que jamás ha vacilado en secuestrar a hombres y mujeres y retenerlos en condiciones inhumanas; que tampoco ha hesitado en plantar minas antipersonales y hacer comercio de cocaína; y, sin el menor escrúpulo, no ha dudado, por supuesto, en ejecutar a la gente en cautiverio, luego de sumarios tan inicuos como la propia organización. En fin, una guerrilla extemporánea, que con una izquierda democrática colombiana en contra, ha conseguido en este último tiempo, precisamente por esas raíces deformes, algo tan imprevisto en sus planes como tener que cargar con la responsabilidad de haber encaramado a Álvaro Uribe en el pináculo de la popularidad, dadas las continuas y exitosas incursiones a la selva del ejército colombiano (a las que se suma ahora la baja del número dos de las FARC) firmemente comandadas por Uribe.
Muerto Reyes, y conociendo el proverbial hermetismo como la impredecibilidad de Manuel Marulanda, el futuro de la guerrilla es incierto. ¿Será que la desaparición de su hombre de confianza desemboque en una línea militarista más dura? ¿O que más bien se imponga un razonable repliegue con miras a una negociación política? Más temprano que tarde se sabrá. Lo que sí queda claro es que, por ahora, hasta que pase la tormenta (que al parecer ha amainado luego de la Cumbre de Santo Domingo), Ingrid Betancourt, así como sus compañeros de infortunio, se alejan más de la posibilidad de ser liberados; y, por otro lado, en cuanto a las acciones de las cúpulas políticas, la fricción que continua y desaprensivamente surge entre estadistas de la región puede, en cualquier momento, derivar en desenlaces mayores que expongan la paz en un centro y sudcontinente tan análogos como la sangre que circula entre sus habitantes diseminados a lo largo y ancho de tanto territorio hermano. ®
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