Jacques Brel, dondequiera que estés:
Muchos entretelones mentales pudo haber tenido la creación de Ne me quittes pas (No me abandones), si a ella –tu canción de amor más desgarradora y delicada- le destinaste años después calificativos tan ásperos como decir que fue “propia de un cobarde y un imbécil”. La gente, sobre todos los que te conocieron de cerca, opina que detrás de ese comentario tan despiadado contigo mismo se descubre la atormentada contradicción entre tu deseo de libertad y odio a la prudencia y los convencionalismos, y la férrea educación católica que cargaste sobre tus hombros, cuyos valores irrenunciables y de capital acatamiento originaban en ti un mortificado sentimiento de culpa, pues tu existencia, como una veleta girando alocadamente en todas direcciones, se inclinaba a rechazar, no sin miedo y vaga rebeldía (aunque aparentemente profunda), aquella forma de vida impuesta desde tu infancia, hasta finalmente extraviarte en una condición de esposo infiel y por tanto padre imperfecto. Y entonces, entre las cuatro paredes de una sombría habitación, armado de tu guitarra, una copa de vino y cerveza en abundancia (La bière), escribiste, impregnado por el abundante humo del tabaco, Ne me quittes pas, con tu corazón hecho un ovillo por el amor furtivo que te abandonaba, una de tus tantas amantes; y de quien –hay que decirlo-, como obstinado enamoradizo que eras, pretendiste empaparte hasta de su más menuda molécula de amor, como si en tu vida no lo hubieras hallado a raudales y en todas partes, sobre todo en tu compañera de vida, Miche, a quien le diste una estocada de desesperanza ofuscado por una actitud existencial de inquietud que nadie puede juzgar, pues viviste tu vida, y eso era vivir en desarmonía con lo rígidamente organizado. Y gracias a ella, a Suzanne, o Zizou, como la llamabas, arrojaste al mundo, como una lanza con punta sentimental, tu más acabada inspiración, que hoy, con nostalgia treintañal, escuchamos como algo modelado con formas infinitas, como así pinceló el mundo Paul Gauguin, con quien extrañamente mueres acompañado a unos metros de su tumba en la Polinesia. A veces pienso que tu animadversión hacia todo lo religioso, tu rebeldía por lo establecido, tu odio hacia el indiscreto y asfixiante mundillo burgués, tu inconformismo proverbial, fueron el efecto sufrido del horrendo descubrimiento de niño: la relación extramatrimonial de tu madre con un párroco. Si así hubiera sido, pienso ahora, ¿habrías recibido las dádivas de las voces del cielo para expresarte con la belleza de tu música y poesía? ¿Habrías retratado la delicadeza de los paisajes de Flandes, de tu Bélgica soñada (Amsterdam), del mar del Norte, y hacer que hasta el propio mar Mediterráneo, acompañado por el cielo gris y la lluvia infinita, “se sienta conmovido y nostálgico al escuchar Le plat pays”? Y si por tus venas circulaba una marcada y ancestral sangre renacentista que te daba la magia de escribir música descriptiva, con ella también rendiste homenaje al amor, y bajo esa atmófera enigmática de genio y turbulencia existencial que tan perfectamente diseñaste, nació, inspirada en la Rapsodia Húngara Nº 2, de Liszt, tu chanson Ne me quittes pas, himno que hoy lo oímos más fuerte que nunca. Y escuchándolo una y otra vez, siempre siento que tu postura rebelde no era más que una apuesta cándida que disfrazaba tu auténtica personalidad. Ya lo dijo George Brassens, tu amigo genial. Te llamaba "el cura Brel", por la ingenuidad de tus letras, y porque tenías el ojo del pastor y el corazón del cordero. Hasta pronto, Jacques. ®
No hay comentarios.:
Publicar un comentario