
Así, pensando que marcharme de la vida no es tarea difícil, sino por el contrario un paso como cualquier otro, estoy metiéndome de lleno en mi cerebro para hacer, decir y pensar cada cosa, porque, repito, cuán rápidamente desaparece todo, o, como dijo un sabio, la vida se va llevándose los propios cuerpos y, en cuanto al tiempo, los recuerdos de ellos. Hay que aguardar la muerte con conciencia propicia, aceptando que es la disolución de los átomos que, a su vez, se transforman en otros. Y eso es el principio y fin de la naturaleza, y en la naturaleza no hay nada malo.
Pero claro, si el tiempo de la vida es un punto tan menudo como una partícula sólo visible a través de un microscopio; y si su sustancia es tan fluida como emanaciones de gas, y sus sensaciones, oscuras, y a veces indescifrables; y si el alma es, por Dios, vagabunda, y su azar inexplorable, no nos queda otro triste suerte que decir que la vida es una batalla permanente y una escapatoria de la realidad. Entonces no nos queda más, en este universo inexplicable, que armonizar con lo que uno le ha tocado vivir, y acudir al mago interior para que nos dé fuerza para dominar los placeres y los dolores, y procurando no hacer nada al azar ni falsamente, sin vericuetos mentales que puedan dañar a otros. Y una cosa muy importante: despreocuparse absolutamente de lo que haga o deje de hacer una persona cualquiera, porque en este mundo lo que debe reinar con mayor poder es la libertad. Y hasta la libertad de morir... ®
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